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La tiranía gadafista se esfumó con la muerte del hombre que promovió la yamahiriya -basada en el Estado del bienestar y en la democracia directa- como ideología, pero que gobernó con puño de hierro Libia durante cuarenta años. Sin embargo, la revolución, iniciada el 17 de febrero de 2011, que acabó con Gadafi, ha dado paso a un Estado anárquico, inestable y caótico. Dos gobiernos, en Trípoli y Tobruk, se disputan la supremacía política, mientras que las milicias armadas -alineadas con los distintos gobiernos-, se disputan la militar. Por su parte, la nula capacidad de actuación de la Comunidad Internacional ha facilitado que los grupos yihadistas se asienten en el este y sur del país. La resolución pacífica del conflicto se asemeja, así, utópica.

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Imagen de una ciudad libia durante la revolución. Imagen Creative Commons (Flickr)

Dos gobiernos y dos parlamentos desgobiernan Libia. Uno en Trípoli, donde se encuentran los islamistas con al Hasi al frente, y otro en Tobruk, donde se reúne el gobierno prooccidental que ganó las últimas elecciones y que tiene en al Thini a su primer ministro. Esta es la confusa situación política que vive el país en la actualidad. Al fin y al cabo, “los intereses se encuentran en el ámbito económico”, recuerdan las periodistas Beatriz Mesa (El Periódico de Catalunya y Cadena COPE) y Carla Fibla (Cadena Ser).

La revolución del 17 de febrero, que se produjo tras las muertes provocadas por la policía dos días antes en una manifestación por la detención del reconocido abogado Fathi Terbil, ha degenerado en el caos. Múltiples actores confluyen para perseguir y proteger sus propios fines -uno de ellos, el control de los puertos petroleros- tras la muerte de Muamar el Gadafi. “La sociedad es moderada [ideológicamente], pero hay una cultura islamista que se pretende aprovechar de los sentimientos religiosos para objetivos políticos, porque se debe diferenciar el islam como religión y el islamismo político”, afirma el Embajador de Libia en España, Mohamed Alfaqeeh Saleh.

Desde que el dictador fuera asesinado el 20 de octubre de 2011, la inestabilidad se ha acrecentado hasta llegar a una situación actual insostenible. Ese instante, esos dos disparos, en el estómago y en la sien, que acabaron con la vida de Gadafi dio paso a la actuación del Consejo Nacional de Transición (CNT), que ya venía trabajando desde el 26 de febrero, como destaca el profesor Ignacio Gutiérrez de Terán. Aunque la Comunidad Internacional salió “demasiado pronto”, según Alfaqeeh Saleh, el CNT diseño una hoja de ruta para llevar la democracia a Libia. Pese a ello, comenzaron a surgir nuevos protagonistas -o viejos con ideas renovadoras- para alcanzar el poder.

La transición propuesta por el CNT chocó con la realidad: Libia seguía secuestrada por cientos de milicias que habían combatido la dictadura pero que, posteriormente, no habían devuelto las armas. Es en esos momentos cuando las milicias como las de Zintán o Misrata comienzan a cometer ciertos abusos que los políticos se ven incapaces de controlar. Así, la llegada de las primeras elecciones para elegir un nuevo Parlamento -el Congreso Nacional General (CNG)- en más de sesenta años no trajo estabilidad, sino todo lo contario. La parte de la Cirenaica -la región este del país, que cuenta con la mayor parte de las reservas de petróleo de Libia- comenzaba a protestar por su, todavía, desigual trato político con respecto a la Tripolitania -la parte oeste; la parte preferida por Gadafi-. La fragmentación del país comenzaba a ser una posibilidad.

A la inseguridad social se le sumó, en el periodo entre julio de 2012 y junio de 2014, la inestabilidad política-militar. El Gobierno se resquebrajaba por dentro y se mostraba débil frente a la creciente violencia política, la consolidación de las milicias y el auge del islamismo más radical. Sin embargo, para el Embajador libio, el caos fue provocado por grupos como los Hermanos Musulmanes y otros grupos salafistas, que “dieron armas a las milicias” e hicieron todo lo posible para que “la democracia, el consenso no llegase al país”. Un ejemplo de ello se produjo en septiembre de 2012 cuando el grupo yihadista Ansar al Sharia’a se responsabilizó -con orgullo- del asesinato en Bengasi del embajador norteamericano, Christopher Stevens.

El vacío de poder ya era evidente tras la desintegración del Ejército libio, pero la inconsistencia del Congreso Nacional General con hasta cuatro primeros ministros (Abu Shagur, Alí Zidan, Al Thini y Ahmed Miitig) en apenas dos años, permitió la anarquía. Para Rosa Meneses (El Mundo), estos cambios de gobierno se debieron a “la ausencia de instituciones del Estado, la falta de experiencia política (Gadafi gobernaba por personalismo junto a su clan) y las rivalidades tribales y geográficas que comenzaron a surgir tras la caída del régimen”. Es por ello que, apenas dos años después de la muerte del dictador. en octubre de 2013, Libia era un país donde las decisiones -importantes- las tomaban las milicias y donde los rebeldes tenían bajo su mando los principales puertos del país. Y a pesar de que fuese un caos organizado, como señala Carla Fibla, los problemas en seguridad, educación, salud, vivienda e infraestructuras eran abundantes.

A la crisis institucional se sumó, el pasado mes de mayo, el frustrado intento de golpe de Estado protagonizado por el general Hifter para acabar “con la violencia descontrolada” mediante, la que llamó, Operación Dignidad. Este general, cercano a EEUU, según destaca el analista Núñez Villaverde para el Real Instituto Elcano, podía llegar a frenar la caída de Libia hacia el abismo. Pero no fue así: la Comunidad Internacional apostó por el diálogo y no por Hifter. Además, los libios tampoco querían un nuevo régimen personalista: “Después de haber salido de la dictadura gadafista, los libios no querían entrar en otro régimen personalista. [Aun así] Hifter tampoco tenía entonces tanto poder como para hacer con él”, indica, de nuevo, Rosa Meneses.

La situación pasó a ser explosiva y de descontrol, también tras el fallo del Tribunal Supremo que declaraba el último gobierno, el de Ahmed Miitig, inconstitucional. Nuevas elecciones estaban a la vuelta de la esquina y poner fin al desorden y a la inseguridad eran los objetivos de los distintos grupos políticos. El propio gobierno, justo antes de los comicios, llegó a un acuerdo con los rebeldes para recuperar dos puertos para que el petróleo volviese a fluir. Sin embargo, las guerras entre las milicias de Zintán y Misrata no se interrumpían y los yihadistas tomaban la principal base militar en Bengasi. El curso de los acontecimientos tornaba, de nuevo, dramático. No ayudó tampoco la escasa participación -en torno al 40%- de la ciudadanía. Para Beatriz Mesa, el proceso electoral es un proceso que “llevará décadas”, puesto que los libios no han tenido tradición democrática reciente, tras la ocupación colonial, el régimen de Idris y tras más de cuarenta años del régimen de la yamahiriya de Gadafi.

Pero pese a la desafección ciudadana, pocos analistas internacionales preveían el devenir de los acontecimientos posteriores. Los motivos mercantiles -controlar las principales riquezas, petróleo y gas-, mucho más fundamentales que los motivos ideológicos, llevaron a los rebeldes islamistas a actuar. Primero, no dejando reunirse en Trípoli al gobierno naciente de las segundas elecciones, el gobierno de al Thini, y provocando su huida a la ciudad de Tobruk; y, segundo, creando un gobierno y un Parlamento propio en la capital a través de la Operación Dignidad. Esto, por su parte, provocó el recrudecimiento de la violencia (y la reducción de la recuperación del petróleo) entre islamistas (milicianos de Misrata) y prooccidentales (milicianos de Zintán y hombres del general Hifter) que hoy siguen batallando por el control de diferentes puntos estratégicos.

Así, con dos gobiernos y dos Parlamentos, el Tribunal Supremo debía fallar sobre la constitucionalidad del gobierno elegido en las elecciones de junio y reconocido por la Comunidad Internacional. Y el Tribunal sentenció que el gobierno de al Thini había violado la Constitución al no celebrar su ceremonia de investidura en la capital ni mantener reuniones en la Cámara de Bengasi, dando la razón a las agrupaciones islamistas. Esta decisión, para el Embajador Alfaqeeh Saleh, respondió a “una clara influencia de los islamistas”. Y, con determinación, afirma que el dictamen final “está por ver”.

Por lo tanto, en la actualidad el consenso político es, prácticamente, impensable. La falta de apoyo internacional, el apogeo de los movimientos yihadistas y salafistas en el este y el sur del país y los continuos ataques entre milicias engendrar una parálisis interno díficil de resolver. “Un dique que está bien construido no deja pasar el agua; un dique mal construido permite filtrar todo el agua”, sentencia el Embajador para definir el momento presente en Libia.

¿Y el futuro a corto plazo? Como señala Carla Fibla, se pueden dar dos casos: la partición del país o el improbable consenso político-económico. Pero Alfaqeeh Saleh añade un tercero: la intervención militar internacional. “Lo que se vive en Libia puede producirse en otros países de alrededor, y eso es perjudicial para los intereses europeos”. No obstante, esto no evita que el futuro sea incierto. Incierto y peligroso para una sociedad valiente, pero cada vez menos esperanzada en un próspero porvenir.